Papeles del Psicólogo es una revista científico-profesional, cuyo objetivo es publicar revisiones, meta-análisis, soluciones, descubrimientos, guías, experiencias y métodos de utilidad para abordar problemas y cuestiones que surgen en la práctica profesional de cualquier área de la Psicología. Se ofrece también como foro para contrastar opiniones y fomentar el debate sobre enfoques o cuestiones que suscitan controversia.
Papeles del Psicólogo, 2000. Vol. (77).
Dra. Patricia Insúa* y Dr. Jorge Grijalvo**
* Psicóloga. Facultad de Psicología. Universidad del País Vasco. ** Psiquiatra. C.S.M. de Donostia-Este. Osakidetza/Servicio Vasco de Salud
Este artículo repasa las premisas y objetivos básicos de los programas de reducción de riesgos y daños asociados (PRRD), señalando la necesidad de formación específica de los profesionales sanitarios para poner en marcha intervenciones eficaces de salud pública con los usuarios de drogas en el marco de estos programas. Con respecto a las estrategias específicas para la consecución de los PRRD, se presentan las distintas modalidades de intervención: programas de mantenimiento con metadona y con otros agonistas opioides, programas de dispensación de otras sustancias psicoactivas, programas de consumo de menor riesgo y programas de promoción de un sexo más seguro, señalando objetivos, ventajas y desventajas. Asimismo, se plantean los diferentes contextos de intervención de estos programas, y se concluye en la necesidad de plantear desde los servicios de atención a drogodependientes una oferta plural, eficaz, individualizada y en relación con el momento personal de cambio del sujeto para lo cual la formación de los profesionales y la evaluación de los programas que se pongan en marcha va a ser fundamental.
This paper revise the premises and basic objectives of harm reduction Programmes. It point out the need of a specific trainning for sanitary professionals to implement effective public health interventions with drug users. In relation to specific strategies in this framework we undertake the different kind of interventions like methadone and other substances maintenance Programmes and less risk drug use and safe sex Programmes, showing objectives, advantages and disadvantages of them. We show the need to offer plural, effective and individualizes programmes to drug users in relation to their personal change moment. To reach these kind of interventions is essential the trainning of the professionals and the evaluation of the programmes.
Historia y aspectos conceptuales de los Programas de Reducción de Daños
A lo largo de la historia, la manera de conceptualizar el uso de sustancias en el mundo occidental ha ido cambiando. Lo que en un primer momento se consideró un problema moral y llevó a la puesta en marcha de políticas centradas en la penalización del consumo y en la "guerra contra las drogas", dio paso a la concepción del fenómeno como un problema médico-sanitario, y dio lugar a los primeros tratamientos que se desarrollaron hasta los años 80 basados fundamentalmente en el cese del consumo y la rehabilitación, dando gran importancia a la prevención.
Ambas conceptualizaciones están de acuerdo en que el objetivo final es reducir y eliminar el consumo de drogas, insisten en la abstinencia total como único resultado aceptable (tanto del encarcelamiento como del tratamiento) y diseñan estrategias comunicativas (mensajes) y comportamentales (acciones) destinadas a conseguir su objetivo.
El concepto "Reducción de Daños" como estrategia de intervención ante los problemas derivados del abuso de drogas no comenzó a usarse hasta finales de los años 80 como respuesta a la importancia que adquirieron los problemas asociados al consumo, especialmente la epidemia del Sida entre los usuarios de drogas inyectadas (UDIs) en los países occidentales, marcando una clara diferencia en la incidencia y prevalencia de la infección por VIH entre aquellos países y/o regiones que habían comenzado anteriormente con programas de reducción de daños y aquéllos cuyos objetivos estaban orientados a la abstinencia; y la comprobación de que las iniciativas puestas en marcha en base a los modelos anteriores no habían logrado uno de sus objetivos fundamentales: mantener a los UDIs en tratamiento y conseguir que abandonen el consumo.
Así, el objetivo deja de ser únicamente la abstinencia en el uso de sustancias (que ya no se plantea como condición sino como opción) y pasa a ser también, disminuir los riesgos y los daños asociados al consumo. La idea central es que "los riesgos y daños asociados al consumo son tanto o más importantes que la adicción a una sustancia per se" y que "el consumo de drogas no implica necesariamente la aparición de problemas" (Marlatt, 1998).
Sin embargo este modelo no sólo implica un cambio en los objetivos planteados y por tanto en las estrategias a poner en marcha, sino que implica también (y previamente) un cambio en la filosofía que subyace a estas estrategias, es decir, exige un cambio en las creencias, las actitudes, los pensamientos y los discursos en relación con los PRRD.
Así, algunas premisas básicas de este modelo son:
a) Se acepta la evidencia de que las personas continuarán consumiendo drogas, de que no todos los consumidores de drogas están en condiciones de realizar un tratamiento de desintoxicación (porque no pueden o no quieren) y de que muchos de los que consumen no se acercan ni contactan con los servicios sanitarios (existiendo un período de latencia prolongada entre el consumo regular de una sustancia y por ende, de los riesgos y daños asociados, y la demanda de atención en los centros de tratamiento).
En esta línea, podríamos definir el uso de drogas como un fenómeno complejo y multicausal, que supone un "continuum" desde la abstinencia hasta la dependencia, desde la ausencia de problemas hasta los riesgos y daños más graves y vitales; lo que conlleva ampliar las intervenciones a todos los momentos del proceso.
b) Debe tenerse en cuenta que los riesgos derivados del consumo de drogas son diversos y dependen de diferentes factores como son: el tipo de droga consumida, la frecuencia y la cantidad, cómo se administra, las circunstancias físicas y sociales de este consumo, y las políticas sociales para reducirlo. Es importante señalar que en algunos casos las políticas para reducir este consumo pueden aumentar el riesgo asociado con el uso de drogas, como cuando sólo se ofrecen servicios dirigidos a la abstinencia. La reducción de riesgos si bien es compatible con la creencia de que cada uno tiene el derecho de consumir drogas si lo quiere, reconoce que la mayoría de las drogas producen dependencia fisiológica y/o psicológica y que el consumo de drogas perjudica la salud.
c) Muchas veces, los problemas asociados al uso de drogas, se deben más a los hábitos y patrones de consumo que a los efectos de las drogas en sí mismas, no siendo tan importante qué se consume sino cómo se consume. Así, muchos de los riesgos relacionados con las drogas pueden ser eliminados con éxito sin reducir necesariamente el consumo de éstas.
d) Los daños asociados al consumo de drogas son multidimensionales. El receptor del daño puede ser el propio individuo, su contexto grupal próximo (familia, amigos, vecinos) o la comunidad en general, por tanto, las estrategias a poner en marcha para disminuir los daños deben tener en cuenta distintos niveles: individual, grupal, social y político.
e) La reducción de riesgos no se plantea como una medida opuesta a la abstinencia, sino como complementaria y facilitadora de éste y de otros objetivos a medio y a largo plazo.
f) Se promueve la competencia y responsabilidad de los propios consumidores de drogas, incluyendo, pero no limitándose al consumo de sustancias. Para ello se solicita la opinión de los propios consumidores en el diseño de las políticas y programas creados para responder a sus necesidades y se promueve su participación activa en los mismos, potenciando su formación como agentes de salud.
Distintos autores (Colom et al. 1999, Insúa 1999, Markuez y Póo, 1999) están de acuerdo en que los objetivos primordiales para el enfoque de reducción de riesgos son:
a) disminuir la morbimortalidad
b) disminuir la transmisión de la infección por VIH, VHB y VHC desde, entre y hacia los usuarios de drogas
c) incrementar la toma de conciencia de los usuarios de drogas sobre los riesgos y daños asociados a su consumo (sobredosis, accidentes, comorbilidad psiquiátrica, etc.)
d) disminuir los riesgos y daños asociados al uso de drogas, así como las conductas sexuales de riesgo entre los consumidores de drogas
e) aumentar la calidad de vida de los usuarios de drogas
f) favorecer la accesibilidad de los usuarios a la red asistencial y a la comunidad de servicios
g) incrementar la retención en los tratamientos
Para hacer realidad estos objetivos, uno de los aspectos más importantes es la formación de los profesionales que trabajan en los servicios de atención a las drogodependencias. ¿Por qué hablamos de formación de profesionales?
Muchas veces nos encontramos con que, a pesar de que los profesionales tienen los conocimientos específicos (sobre la transmisión del VIH, sobre las conductas preventivas, sobre las sustancias, etc.), fallan a la hora de diseñar y/o aplicar programas eficaces para el cambio conductual basados en la filosofía de la reducción de riesgos. ¿Qué sucede entonces?
Sabemos que la información es un elemento necesario pero no suficiente y que lo importante no es dar información sino cambiar conductas con la información. No sirve decir lo que hay que hacer sino facilitar las habilidades necesarias para hacer.
Sin embargo la adquisición, modificación y/o eliminación de hábitos no es una tarea facil a pesar de que las personas tengan la información necesaria, y si queremos cambiar los comportamientos, tenemos que trabajar no sólo con las variables teóricas que están asociadas al cambio de los mismos, sino también trabajar con la metodología que se ha demostrado más válida para el objetivo que se quiere conseguir.
Distintos modelos teóricos señalan una serie de factores asociados a la adopción de comportamientos de riesgo para la salud y han sido aplicados a las conductas relacionadas con la transmisión del VIH. Así, el Modelo de la Acción Razonada (Ajzen y Fishbein, 1977; 1980); el Modelo de la Acción Planificada (Ajzen y Madden, 1986; Sehifter y Ajzen, 1985); el Modelo de Creencias de Salud (Becker, 1974); el Modelo de Prevención de Recaídas (Gibbons, McGobern y Lando, 1991); el Modelo PRECEDE (Green, 1974); la Teoría de la Autoeficacia (Bandura, 1977a; 1977b); el Modelo de Fases de Cambio (Prochaska y DiClemente, 1983; 1992); el Modelo de Reducción de Riesgo de Sida (Catania et al., 1990) y el Modelo de Reducción de Riesgo de Sida Modificado (Ehrhardt et al., 1992) explican suficientemente por qué la información sóla no sirve.
Al margen de sus diferencias, los modelos están de acuerdo en que si queremos incidir en las conductas, vamos a tener que trabajar una serie de variables que están asociadas a la modificación de los comportamientos, que no tienen que ver con la información sino con las intenciones, las creencias, las emociones, las habilidades personales, las normas, y las representaciones compartidas por una determinada población sobre un determinado fenómeno. Y para modificarlas, va a haber que desarrollar estrategias comunicativas y de intervención específicas.
Pero antes de poder poner en marcha intervenciones que respeten la filosofía de la reducción de riesgos, los profesionales van a tener que poner en cuestión su propia conceptualización de las drogas y de las drogodependencias, de los tratamientos, de los objetivos de los mismos, de la necesidad de evaluar las intervenciones para corroborar que cumplen los objetivos y mejorar sus defectos.
Por eso va a ser importante formar a los profesionales. Porque estas dos cuestiones (las propias actitudes y conductas y la teoría y metodología adecuadas para diseñar intervenciones de reducción de riesgos) exigen una formación específica (de Crespigny, 1996; del Río, 1998; Insúa y Grijalvo, 1999).
El modelo de reducción de los riesgos y daños asociados al consumo, asume los principios de las intervenciones eficaces de salud pública con usuarios de drogas; señalando que estas intervenciones deben tener un enfoque escalonado, jerárquico y pragmático, combinando la prevención primaria (prevención y tratamiento por uso de sustancias), la prevención secundaria (prevención de los riesgos asociados a la conducta) y prevención terciaria (prevención de la enfermedad en aquellos individuos ya infectados).
Por otro lado, estas intervenciones deben realizarse a múltiples niveles, porque múltiples son los niveles que están en relación con el uso de drogas (Insúa y Moncada, 2000a; 2000b; Room, 1999).
Así, deben promover el cambio a nivel individual, pero también grupal, social y político. El individuo existe en su grupo, se comporta en su grupo, asume las normas de su grupo de pertenencia. Este grupo va a marcar qué comportamientos se consideren lícitos y cuáles se reprueben, qué identidad se refuerce y cuál se desprecie, a qué filosofía de consumo se adhiera el sujeto y qué salidas se contemplen. Por eso va a ser fundamental trabajar con el grupo de usuarios, integrarles en los programas y en las iniciativas de intervención, formarles como agentes de salud desarrollando estrategias tipo "boule de neige". El trabajo con los iguales hace evolucionar las normas de éstos en materia de conducta sexual y uso de drogas, y contempla tanto los cambios de comportamiento en el grupo como los individuales.
Asimismo, va a ser fundamental el cambio social, porque el individuo y el grupo están insertos en una comunidad que puede estar o no receptivas para las iniciativas de salud pública en la forma de programas de reducción de riesgos. La posibilidad de poner en marcha determinadas intervenciones puede verse frenada por una comunidad no informada y temerosa.
Los cambios a nivel político son necesarios para posibilitar el diseño y la puesta a prueba de programas innovadores, que si bien van a tener que ser evaluados y contrastados en diseños rigurosos que cumplan los requisitos metodológicos, necesitan apoyos políticos para poder empezar. No podemos olvidar que la eficacia de las intervenciones de salud pública también tiene que ver con el contexto legal y estructural. Donde existan leyes que castiguen las drogas o se exija la abstinencia del uso de drogas, o donde haya farmacias que se niegan a vender preservativos y/o jeringuillas a determinadas personas o a determinadas horas, podría ser difícil, por ejemplo, desarrollar intervenciones de salud pública. Por eso, para realizar intervenciones eficaces de salud pública es necesaria la colaboración de los que pueden influir en las políticas públicas, favoreciendo las intervenciones que asumen los principios de la reducción de riesgos. Las evidencias a escala internacional vinculan la prevención de las consecuencias adversas asociadas con el uso de sustancias a desarrollos políticos pragmáticos orientados a la preservación de la salud pública. Por ejemplo, en Francia, para poder vender jeringuillas en las farmacias sin prescripción médica, hizo falta cambiar la ley que lo penalizaba; otro ejemplo más cercano, lo tenemos en los Programas de Intercambio de Jeringuillas (PIJs) que se han puesto en marcha en distintas prisiones del Estado, en las que, en este momento, tener una jeringuilla del programa no es ilegal.
Por otro lado, además de informar, las intervenciones de salud pública tienen que proporcionar los medios necesarios para el cambio hacia conductas sin riesgo, pero también tienen que ayudar a desarrollar habilidades personales que faciliten los cambios conductuales (decíamos anteriormente que saber lo que hay que hacer no siempre determina lo que se hará. Muchas veces incapacidades personales, costes psicológicos o riesgos inmediatos reales, dificultan o impiden la realización de comportamientos sin riesgo).
Asimismo, las intervenciones eficaces de salud pública, van a requerir cambios en los servicios sanitarios, acercándolos a los usuarios, mejorando su disponibilidad y accesibilidad, trabajando con usuarios en activo (que no pueden o no quieren dejar de consumir), y que buscan modelos de intervención específicos para su momento personal con la sustancia.
Una cuestión importante que va a tener en cuenta el modelo de reducción de riesgos, es el momento de cambio personal en que se encuentre un sujeto o un grupo con respecto a la/s conducta/s de riesgo. No podemos olvidar que la motivación para modificar una determinada conducta de riesgo o iniciar un comportamiento preventivo, varía entre las personas y en una misma persona a lo largo del tiempo. Según Prochaska y Prochaska (1993) el proceso de cambio para la adopción de una nueva conducta implica cinco etapas:
a) Precontemplativa. Se da cuando no hay una verdadera intención de cambio.
b) Contemplativa. Se empieza a considerar la posibilidad de cambiar, pero no hay un compromiso de pasar a la acción.
c) Preparación o disposición al cambio. Existen en la práctica algunos pequeños cambios observables de comportamiento Con frecuencia se han llevado a cabo algunos intentos de cambio sin éxito en los meses precedentes.
d) Acción. Supone cambios observables del comportamiento y requiere una considerable inversión de tiempo y energía. Características principales que definen esta fase son: a) esfuerzos observables y significativos para conseguir el cambio; y b) modificación de la conducta diana de acuerdo con un criterio previamente establecido.
e) Mantenimiento. El esfuerzo se centra en prevenir la recaída y consolidar los cambios logrados en la fase anterior.
Los precontempladores asimilan menos la información sobre sus problemas y no se preocupan por los aspectos negativos de los problemas que les afectan; de hecho, son los que se muestran más resistentes a la intervención psicoterapéutica y a los mensajes de los profesionales de la salud. Los individuos que se encuentran en la fase contemplativa, por su parte, empiezan a mostrarse sensibles a las observaciones, confrontaciones e interpretaciones. En los que se encuentran en la fase de preparación se incrementan los procesos de cambio cognitivo y afectivo, a la vez que empiezan a intentar reducir los comportamientos de riesgo. En la fase de acción, se incrementa la utilización de estas estrategias conductuales lo que genera importante estrés. Finalmente, en la fase de mantenimiento, aparece, por una parte, la valoración de las circunstancias que aumentan la probabilidad de una recaída y, por otra, un sentimiento incrementado de autoestima por haber conseguido llegar a ser la persona que cada uno se proponía ser. Asimismo, es interesante señalar la correlación entre el avance por las etapas de cambio y la autoeficacia (Bandura, 1977b, 1986; Villamarin, 1994) respecto a las conductas de prevención. Los precontempladores son los sujetos que muestran un nivel más reducido de autoeficacia, y los mantenedores un nivel más elevado.
Así, la filosofía de la reducción de riesgos supone un marco teórico que integra como objetivos la necesidad de asumir la formación de los profesionales sanitarios que trabajan con la población de usuarios de drogas, adecuar los programas que se ofrezcan a los criterios de eficacia de las intervenciones de Salud Pública y considerar el momento de cambio personal del sujeto usuario para orientarle hacia el programa idóneo para él.
Si bien en un primer momento la necesidad apuntada por distintos autores de ofrecer servicios sanitarios y sociales orientados a la reducción de los riesgos asociados al consumo generó diferentes posicionamientos a favor y en contra, actualmente se reconoce como indispensable este tipo de abordaje en los servicios que están en contacto con UDIs, valorando asimismo la necesidad de ofrecer un abanico de intervenciones que contemplen distintos tipos de objetivos en el continuum abstinencia-dependencia y en relación con el estado y momento personal de cambio del sujeto.
Tipos de Programas de Reducción de Riesgos
Existen distintas modalidades de intervención en el marco de la reducción de riesgos y daños asociados:
a) Programas de Mantenimiento con Metadona (PMM)
La metadona es un derivado opioide que comparte todas sus propiedades farmacológicas con la morfina. Como opiáceo de sustitución tiene una serie de ventajas, entre ellas: que se administra por vía oral, ya que la absorción es buena y rápida, eliminando los riesgos de la vía inyectada; que tiene una vida media larga -según los autores entre 13 y 55 horas- y por lo tanto sólo es necesario administrarla una vez al día (Hevia y Zunzunegui, 1999); y que bloquea la euforia que se busca con la heroína ilegal (Colom et al, 1999).
Los PMM son los más utilizados y los que han sido más investigados entre los programas de sustitución con opioides. Su efectividad se basa en que alcanza tres objetivos orgánicos claves: neutraliza el síndrome de abstinencia a opiáceos, suprime el craving e inhibe la euforia que se consigue con la heroína.
Son los programas que muestran las tasas más altas de retención de pacientes en tratamiento, que oscilan entre el 60% y el 95% según distintos estudios (Duró, Casas y Colom, 1994; Rosenbach y Hunot, 1995; Martin-Zurimendi et al, 1997). La importancia de este dato radica en que el contacto del usuario con el centro de tratamiento es uno de los objetivos básicos que persiguen los programas de reducción de riesgos, encontrando una alta correlación positiva entre permanencia en el tratamiento y evolución. El mismo patrón se encuentra con distintas patologías: drogodependencias (Payte y Khuri, 1997), alcoholismo (Rodriguez-Martos, 1989), trastornos de alimentación (Grijalvo, Insúa e Iruin, 2000).
El éxito de los PMM parece estar más en relación con las características asistenciales que con características del sujeto en tratamiento. Aunque ciertos autores concluyen que la retención está más en relación con la flexibilidad e individualización de la dosis que con la dosis diaria en términos absolutos, predominan los trabajos que muestran una correlación positiva clara entre dosis y retención en tratamiento (Simpson, 1981; Strain et al., 1993; Torrens, Castillo y Perez-Solá, 1996). Se considera la dosis eficaz más baja los 50 mg/día, aunque por debajo de 60 mg disminuyen drásticamente las tasas de retención.
Asimismo, existen trabajos que muestran una clara correlación negativa entre la dosis empleada y el consumo de heroína (Caplehorn et al., 1993; 1994) señalándose que con dosis de entre 80-120 mgs/día la mayoría de los pacientes se encuentra estabilizado (Herman y Appel, 1992).
Otros factores que influyen en las altas tasas de retención son el fácil acceso al tratamiento, la accesibilidad física del centro y horarios adecuados, la accesibilidad de los miembros del equipo, la calidad y permanencia del personal, el apoyo psicosocial, la diversidad de los servicios ofrecidos, la posibilidad de llevarse las dosis a casa (take-home) y la orientación del programa a medio/largo plazo (incluso indefinido) (Colom et al, 1999; Clatts y Beardsley, 1992; Pani et al., 1996; Rhoades et al., 1998).
En este sentido, se ha demostrado que los conocimientos, actitudes y conductas de los profesionales que trabajan en los PMM van a ser determinantes en la retención en el tratamiento encontrando algunos estudios una correlación mayor entre orientación del profesional hacia la abstinencia y riesgo de abandono del tratamiento por parte del paciente (Caplehorn, Irwig y Saunders, 1996; Caplehorn, Hartel e Irwig, 1997; Caplehorn, Irwig y Saunders, 1997). También esta cuestión refuerza la necesidad ya comentada de que uno de los objetivos fundamentales es la modificación de las actitudes y conductas de los profesionales potenciando los programas de formación continuada.
Por otro lado, está documentado que los PMM disminuyen los episodios de sobredosis y algunos riesgos asociados a la conducta de inyección (menor número de inyecciones y menor compartición del material de inyección), disminuyendo asimismo las tasas de morbimortalidad (Farrell et al, 1994; Wells et al., 1996).
Desde el inicio de los años 70 es el tratamiento de elección para las mujeres embarazadas dependientes de opiáceos (Kaltenbach et al, 1997).
En períodos de estabilización global del sujeto se ha encontrado una disminución del consumo de otras sustancias como benzodiacepinas, cannabis y alcohol (Póo et al, 1997) y distintos estudios han demostrado que los sujetos en PMM presentan tasas de seroconversión del VIH inferiores a sujetos que no están en tratamiento por su adicción, confirmando que los PMM protegen contra la infección por VIH (Hartel y Schoenbaum, 1998; Metzger et al., 1993).
Está comprobado también un incremento en la calidad de vida (Torrens et al., 1997) y la adherencia a la profilaxis y tratamiento contra la tuberculosis en los pacientes que acuden a los PMM (Gourevitch et al, 1996; O'Connor et al, 1999).
Podemos concluir que actualmente el uso de metadona es seguro e idóneo para personas dependientes de opiáceos, no habiéndose encontrado efectos adversos importantes en estudios de seguimiento a largo plazo. Además, los costes por tratamiento son muy baratos comparados con el de los adictos que no están en tratamiento.
A pesar de la unánime opinión positiva sobre los PMM, hay una serie de cuestiones negativas que es necesario abordar: algunos usuarios aumentan su consumo de otras sustancias (especialmente alcohol y cocaína), continúan con los comportamientos de inyección y existe un desvío al mercado ilegal de una parte de la metadona dispensada.
Esta realidad nos obliga a tener en cuenta planteamientos integradores en el abordaje de las drogodependencias, y la coexistencia de una oferta de programas en los servicios. Se ha demostrado que los usuarios de PMMs que participan simultáneamente en programas de intercambio de jeringuillas, disminuyen significativamente sus conductas de riesgo de inyección (Schoenbaum, Hartel y Gourevitch,1996). No podemos plantearnos los programas como compartimentos estancos, excluyentes unos con otros, sino que el sujeto debe poder utilizar distintos programas complementarios a la vez. Que su programa primario sea un PMM u otro, no quiere decir que no pueda participar en programas de prevención de recaídas, en intercambio de jeringuillas, en talleres de prevención de sobredosis o en programas de sexo más seguro.
b) Programas con otros agonistas opiáceos
1) El Levo-Alfa-Acetil-Metadol (LAAM) fue aprobado en Estados Unidos por la Food and Drug Administration (FDA) en 1993, considerándolo seguro y eficaz para el tratamiento del mantenimiento con opiáceos. Se administra por vía oral, pero a diferencia de la metadona no requiere dosis diaria, sino que debido a su larga vida media (aproximadamente 72 horas), debe ser dispensado cada dos o tres días. Esto lo haría especialmente indicado para aquellos usuarios a los que el acudir diariamente a recibir su dosis diaria de metadona les crea problemas laborales, familiares o de movilidad.
Este fármaco parece tener un efecto más suave que la metadona, lo que supone también una menor sensación de sedación y euforia. Es poco eficaz por vía intravenosa, con lo cual disminuye su demanda desde el mercado ilegal. Sin embargo, la desventaja que presenta frente a la metadona, es que las concentraciones plasmáticas correctas para hacer efecto se alcanzan a las dos o tres semanas de tratamiento lo que puede provocar la utilización de otros opiáceos durante el período de estabilización por parte de un usuario insatisfecho con un tratamiento sin efecto inmediato. Por eso algunos autores recomiendan iniciar el tratamiento mediante una estabilización previa con metadona y efectuar el cambio a LAAM en una segunda fase (San et al., 1999)
Recientemente ha sido aprobado por la Comisión de Bruselas para su utilización en la Unión Europea, y en diferentes Comunidades Autónomas. del Estado Español se ha empezado a dispensar LAAM en estudios experimentales cuya evaluación permitirá considerar este fármaco como una opción terapéutica.
2) La buprenorfina es un agonista parcial que se ha utilizado desde hace años como sustitutivo opiáceo para los adictos a éstos. Presenta un marco de uso más flexible que la metadona puesto que por su acción agonista-antagonista no puede provocar sobredosis, pero sí puede ser inyectada la preparación sublingual. En algunos países de Europa (como Francia) es ampliamente utilizada y en nuestro país lo fue hasta que se autorizó el mantenimiento con metadona. Algunos estudios señalan su adecuación en mantenimientos cuando al uso de opiáceos se asocia el de cocaína (Schottenfeld et al., 1997).
3) La codeína (agonista puro) ha sido utilizada en algunos países durante la prohibición de la metadona como fármaco de sustitución. Hay autores que señalan su uso en Alemania con estas características (Markez y Póo, 1999). En nuestro país ha sido utilizada por los adictos a heroína muchas veces como sustitutivo "facil de conseguir" ya que aparece como componente de una cantidad de fármacos antitusígenos. No hay referencias que señalen el mantenimiento reglado con codeína como opción terapéutica.
4) Actualmente existe un debate importante en torno a los programas de prescripción de heroína (Hevia y Zunzunegui, 1999; Perneger et al., 1998; Satel y Aeschbach, 1999; Trujols, 2000). Desde que la evaluación del ensayo realizado en Suiza concluyó que el programa de mantenimiento con heroína era adecuado y clínicamente efectivo para los usuarios de heroína que habían fracasado en los programas de mantenimiento convencionales, distintas voces se alzaron bien para criticar la rigurosidad metodológica del estudio, y por tanto sus conclusiones (Ali et al., 1999; Satel y Aeschbach, 1999), bien para justificar la necesidad de una puesta en marcha inmediata de más ensayos controlados en distintos países (Hevia y Zunzunegui, 1999; Trujols, 2000).
La heroína es un derivado de la morfina que por su alta liposolubilidad atraviesa facilmente la barrera hematoencefálica, llegando antes al cerebro que la morfina (Way et al, 1960; 1965), alcanzando mayores concentraciones y ejerciendo una intensa acción euforizante. El 68% de la heroína intravenosa es absorbida en el cerebro frente al 5% de la morfina intravenosa (Oldendorf et al., 1972). Aunque la heroína es rápidamente absorbida por el cerebro a través de todas las vías de administración, sus efectos más evidentes y reforzadores se obtienen a través de la vía parenteral porque a través de ésta alcanza su punto máximo de acción en menos de 1 minuto (Inturrisi et al, 1984), sin embargo cuando se cambia la vía de administración, sus efectos no difieren mucho de los de otros agonistas puros.
Según distintos autores la necesidad de poner en marcha programas de prescripción de heroína se basa en el fracaso de algunos usuarios en los programas de mantenimiento disponibles, inlcuso aquellos que utilizan presentaciones inyectables de morfina y metadona (Derks, 1995; Uchtenhagen et al., 1997), señalando que probablemente para determinados usuarios, la sustancia eficaz sería la heroína.
Las ventajas que se señalan para la distribución controlada de heroína frente a otro tipo de programas de mantenimiento, reside sobre todo en alejar su consumo de la exclusión, reduciendo la delincuencia vinculada a los mercados ilegales y estabilizando el numero de consumidores al no necesitar éstos traficar con drogas. Asimismo se sugiere que también estos programas podrían reducir los episodios de sobredosis de opiáceos debido a la impureza de la sustancia que se consigue ilegalmente. No obstante, debemos señalar que la mayoría de las sobredosis se producen por uso combinado de drogas (heroína, alcohol y benzodiacepinas especialmente) siendo este uso simultáneo y la vía parenteral los mayores factores de riesgo para una sobredosis (Darke, Ross y Hall, 1996; Oppenheimer et al., 1994; Richards, Reed y Cravey, 1976; Ruttenber et al., 1990; Zador, Sunjic y Darke, 1996).
Así, desde determinadas instancias se sostiene no descartar a priori los programas de mantenimiento con heroína, sino diseñarlos e implementarlos de forma que permitan su evaluación rigurosa y la obtención de conclusiones fiables sobre su efectividad.
c) Programas de dispensación de otras sustancias psicoactivas
Históricamente los programas de mantenimiento se plantearon también para sustancias no opiáceas (Minno, 1994). Existen estudios que han demostrado la posibilidad de mantener un uso a largo plazo (reglado y supervisado) de cocaína sin daños en la salud (Brown y Middlefell, 1989; Henman, 1995). Estos estudios demuestran que la sustancia es un factor necesario pero no suficiente para el desarrollo de una adicción.
Actualmente, existen en estudio programas de dispensación de otras sustancias, fundamentalmente anfetaminas. Las ventajas que se señalan son las mismas que las de los programas con agonistas opioides: detección y control de usuarios no registrados previamente, retención de los usuarios en los servicios, reducción de la cantidad y frecuencia del uso ilícito de la sustancia, reducción del uso de benzodiacepinas y de otros psicofármacos no pautados, reducción del dinero gastado en drogas ilegales, reducción de la frecuencia y de los comportamientos de riesgo de inyección (McBride et al., 1997).
d) Programas de consumo de menos riesgo
Entre ellos se encuentran:
1) Los Programas de Intercambio de Jeringuillas (PIJs) que se pueden realizar desde diferentes lugares: farmacias, equipos móviles con educadores y "agentes de salud" en la calle, centros de atención primaria, servicios de urgencia de hospitales, centros penitenciarios, etc..
Está ampliamente documentado que estos programas permiten disminuir la transmisión de enfermedades infecciosas como el SIDA, las hepatitis y otras (Des Jarlais et al., 1996) y que disminuyen la realización de muchos comportamientos de riesgo asociados a la inyección, como es compartir jeringuillas, prestarlas y pedirlas a otros (Bluthental et al., 2000).
Asimismo, se han utilizado con éxito los PIJs para la dispensación de vacunas a los usuarios de drogas (Stancliff et al., 2000).
Por otro lado, también se ha demostrado que este tipo de programas no aumentan el uso de drogas entre sus participantes (Vlahov y Junge, 1998) permitiendo el contacto con poblaciones ocultas de usuarios de drogas que por su momento personal de cambio no se plantean aún otro tipo de programas.
Sin embargo, algunos estudios encuentran que existen grupos de personas que, a pesar de utilizar los servicios de los PIJs, continúan realizando comportamientos de riesgo. Estos estudios señalan la importancia de mantener los programas de prevención y de insistir en la educación de los usuarios de drogas como "agentes de salud" para cambiar las normas grupales y prevenir la transmisión de las infecciones a las nuevas generaciones (Paone et al., 1997; van Ameijden y Coutinho, 1998).
2) Los "Talleres de Consumo de Menos Riesgo" (TCMR) dirigidos a proporcionar educación sanitaria a los usuarios de drogas que se pueden llevar a cabo tanto en los centros específicos de atención a usuarios, como en otros dispositivos y agentes comunitarios que trabajan con estas poblaciones.
En estos talleres se trabaja fundamentalmente sobre los riesgos asociados a las conductas, definiendo los más generales (dónde se consume, cuánto se consume, con quién se hace, etc.) y analizando cómo se le presentan al sujeto, siempre son imprevistos, irremediables y determinados por la presión social. Se insiste en eliminar el concepto de irremediabilidad ya que al ser dependientes de la conducta, siempre el sujeto los puede evitar y/o disminuir.
Además de la información necesaria para conocer los riesgos que se asocian a cada sustancia y a sus vías de consumo, se informa sobre las estrategias de inyección segura, haciendo hincapié en aquellas variables que van más allá de la información y que van a determinar la conducta (Insúa, 1999).
Se tiene en cuenta el momento de cambio personal de los sujetos para proponer cambios acordes a la fase en la que se encuentren y evitar así objetivos inalcanzables por el momento que generan una importante sensación de fracaso y dificultan el cambio en el futuro. Se utilizan los balances decisionales para potenciar la reflexión y el análisis de las ventajas y desventajas de una determinada conducta en los distintos momentos del proceso de cambio.
Estos Talleres se realizan para usuarios de distintas sustancias: heroína, cocaína, anfetaminas, éxtasis, alcohol, etc. Actualmente el alcohol aparece sistemáticamente asociado al uso de otras sustancias por lo que es conveniente que todos los programas de reducción de riesgos y daños afronten el uso de alcohol (Single, 1997; Thom et al., 1997).
3) Los "Talleres de detección y actuación frente a una sobredosis" pueden integrarse en los TCMRs o pueden realizarse como programas separados. En ellos se enseña a los usuarios de drogas a prevenir la sobredosis de distintas sustancias, pero también a reconocer y a actuar frente a una sobredosis que presencien. En estos Talleres se incluye el entrenamiento en reanimación cardio-pulmonar (RCP) y la educación sobre la utilización de naloxona por parte de los usuarios para revertir la sobredosis de opiáceos. Asimismo también se incluye información sobre aquellos factores que, en general, van a facilitar el episodio de sobredosis: uso múltiple y combinado de drogas (especialmente depresoras del SNC como alcohol, benzodiacepinas y opiáceos) y vía endovenosa de consumo.
Grupos diana para la realización de estas intervenciones, son aquellos sujetos que ya han sufrido algún episodio de sobredosis y aquéllos que vuelven a la comunidad después de haber perdido la tolerancia a los opiáceos (como los sujetos que salen de prisión o de un programa de tratamiento), aunque la idoneidad de la dispensación de naloxona a los usuarios de drogas para utilizarla como prevención de sobredosis, es controvertida (Darke y Hall, 1997; Strang et al., 1996)
4) Las "Injecting Rooms" o habitaciones de inyección de menos riesgo, también llamadas narcosalas, habitaciones de salud y "chutaderos legales", están diseñadas para reducir los problemas de salud y de orden público asociados al uso ilegal de drogas inyectadas. En muchos lugares, estas habitaciones están consideradas establecimientos sanitarios que permiten una mayor regulación de determinados programas. Así, se pueden realizar en ellas otros programas de reducción de daños como PIJs, talleres de detección y actuación frente a la sobredosis, programas de sexo más seguro, etc.
Clásicamente, en estas habitaciones se ofrece al usuario un equipo de inyección estéril, información sobre drogas y cuidados de salud y acceso al equipo médico. Algunas ofrecen también asesoramiento sobre tratamientos e higiene, ya que suelen estar en contacto con poblaciones muy depauperadas e itinerantes.
La evaluación disponible sobre el uso de estas salas, encuentra una disminución en los daños y riesgos relacionados con la inyección, incluyendo absesos, sobredosis y transmisión de infecciones. También señalan un decremento de los problemas de orden público asociados al uso ilícito de drogas, incluyendo la disminución del abandono de jeringuillas y el uso de sustancias en lugares públicos. Asimismo, parece darse un trasvase de usuarios hacia otros dispositivos de tratamiento.
De acuerdo con la literatura disponible las salas de inyección segura deben ser implementadas en lugares concretos (aquéllos donde abunda el uso público de drogas) y deben tener una normas de funcionamiento claras y estrictas no sólo con respecto a la ausencia de violencia y de tráfico de sustancias en ellas, sino también con respecto a la inyección. Así, el usuario debe lavarse las manos al entrar a la sala y limpiar su lugar de inyección después de ésta. No se permite fumar en la sala de inyección y muchos centros tienen un tiempo límite máximo de 30 o 60 minutos de permanencia. En algunas salas, se permite al usuario solo una inyección por visita y no se permite a los miembros del equipo ayudar a inyectarse a los clientes (Dolan y Wodak, 1996).
e) Programas de promoción de sexo más seguro
Distintos estudios han demostrado que los PIJs no tienen prácticamente ninguna incidencia en el uso de preservativo por parte de las poblaciones que acuden a ellos (Longshore, Annon y Anglin, 1998). Lo único que esto quiere decir -y se especifica adecuadamente en los estudios citados- es que la conducta de inyección y la conducta sexual son dos conductas distintas, que ponen en juego variables distintas a la hora de su modificación.
Esto puede parecer una perogrullada, pero pretender que un programa diseñado para hacer frente a las conductas de riesgo de inyección también consiga el cambio en las conductas sexuales de riesgo es una perogrullada mayor.
En otros trabajos hemos insistido en la necesidad de poner en marcha programas específicos diseñados para los objetivos que se pretenden conseguir y para las poblaciones en las que se pretende incidir, y hemos insistido también en la necesidad de evaluar estos programas para valorar proceso e impacto de los mismos (Insúa, 1999; Insúa y Grijalvo, 1999; Grijalvo, Insúa e Iruin, 2000; Insúa y Moncada, 2000a; 2000b).
Los Programas de sexo más seguro, que adoptan preferentemente la forma de Talleres de sexo más seguro (TSMS) y trabajan desde la perspectiva grupal, proporcionan educación sanitaria sobre sexualidad y prevención y tienen como objetivo cambiar la conducta sexual de riesgo por una conducta sexual segura. Con este propósito, se organiza un Taller en 5 ó 6 sesiones de dos horas aproximadamente (se ha comprobado que un TSMS eficaz tiene alrededor de 10 horas de duración), en las que se trabajan los conocimientos, las creencias, las actitudes y la conducta sexual, haciendo hincapié en aquellas variables que van a determinar la utilización o no del preservativo y que no tienen que ver con la información que tenga el sujeto sobre la necesidad de usarlo.
Sabemos que hoy en día, la información está dada. Los conocimientos han llegado a un nivel alto tanto en la población general como entre los UDIs y sin embargo, no tienen correlación con el uso sistemático del preservativo en las relaciones sexuales. De hecho, no llegan al 30% las personas que lo utilizan siempre. Evidentemente otras son las cuestiones que van a dificultar la puesta en marcha de la conducta preventiva, cuestiones que tienen que ver con la preocupación por la salud, la percepción de riesgo, la percepción de las consecuencias de la conducta, la anticipación de la conducta sexual, la autoeficacia, la asertividad y las habilidades de comunicación, la norma subjetiva y la norma social, la actitud hacia las medidas preventivas y el uso de alcohol y otras drogas (Insúa, 1999).
Todos los autores están de acuerdo en que la educación sobre las conductas de riesgo con los UDIs debe focalizarse tanto en los riesgos implicados en las conductas de inyección, como en los riesgos implicados en las conductas sexuales y que es un error pensar que el cambio en una conducta va a llevar automáticamente al cambio en la otra.
Todos estos programas deben ser contrastados y evaluados para poder medir impacto y proceso.
La necesidad de evaluar los programas que se ponen en marcha es, hoy por hoy, insoslayable, y es tan importante analizar el grado en el cual la intervención ha conseguido sus objetivos a corto plazo, como evaluar su impacto a largo plazo sobre la comunidad.
Por otro lado, también es necesario conocer la calidad de los programas valorando cómo de bien se han realizado y cuáles de sus aspectos estructurales son mejorables.
Ambas facetas de la evaluación van a ser fundamentales para comparar las distintas intervenciones, replicarlas y modificarlas maximizando los beneficios con respecto a los costes y rentabilizando recursos y energías (Mantell, DiVittis, y Auerbach, 1997).
Contextos de intervención de los Programas de Reducción de Riesgos y Daños asociados
En algunas ocasiones, los PRRD se han incorporado en los propios servicios de atención a drogodependientes que han posibilitado la formación de sus profesionales y/o han adaptado sus estructuras para realizarlos. Otras, ante la necesidad de que las medidas preventivas lleguen al máximo número de consumidores de drogas, se han desarrollado sobre el terreno en el que se encuentran los UDIs con equipos móviles que realizan intervenciones orientadas a las necesidades de la comunidad y dentro de ésta.
El acercamiento (outreach) es un método inspirado en la educación sanitaria y en los servicios de salud y sociales dirigidos a poblaciones marginales, fundamentado en las intervenciones comunitarias y etnográficas. La característica esencial es que realizan su trabajo en el terreno de otros. Estos terrenos pueden ser aquéllos en los que se suelen mover los usuarios, los de otras instituciones o servicios, o los de sus amigos y familiares. Se trata pues de una estrategia de búsqueda, a diferencia de los modelos de espera más clásicos.
En este tipo de programas es importante involucrar a miembros claves del grupo de consumidores de drogas en las iniciativas e intervenciones específicas (Friedman et al., 1990; Insúa et al, 1993; Insúa, 1996). Se trataría de estimular un sistema de trabajo de "abajo a arriba" (de los usuarios a los técnicos) y de apoyo y participación de los pares, como sucede, por ejemplo, en las intervenciones tipo "boule de neige", ya que se ha demostrado que los programas que utilizan pares tienen mayor impacto que aquéllos que no los utilizan, tanto en poblaciones "normalizadas" (por ejemplo, jóvenes escolarizados) como en poblaciones ocultas, siendo éste el caso de muchos de los usuarios de drogas.
Por tanto, desde un punto de vista teórico podríamos considerar el contexto institucional y el medio abierto como claramente diferenciados. Pertenecen al contexto institucional las actividades de acercamiento a usuarios de drogas que se han venido implementando en hospitales, prisiones, albergues, centros de salud mental, PIJs (en centros fijos o en farmacias), colegios, etc.
Sin embargo, el trabajo cotidiano de muchos equipos hace ver que esta diferenciación de contextos no tiene una traducción práctica tan delimitada. Así, centros de atención a drogodependientes extienden su acción a la calle para contactar con consumidores y conocer sus "realidades" y algunas asociaciones que intervienen en barrios complementan los contactos en medio abierto con algunas actividades en el local que les sirve de sede y en el que propician el encuentro con profesionales de diferentes áreas, ajustándose al interés y necesidades de los consumidores.
Por medio abierto nos referimos a los escenarios o espacios comunitarios frecuentados por las poblaciones diana y en los que se dan las condiciones objetivas adecuadas para el contacto y la prestación de servicios. Se delimita el escenario en función del colectivo con el que se pretende contactar y de la oportunidad y aceptación de la intervención en el mismo. Los poblados o zonas de venta de drogas, los puntos en los que se reúnen para consumir o "chutaderos", bares o locales, las zonas donde viven y deambulan, las zonas de prostitución callejera en grandes ciudades, las discotecas, los conciertos, las tiendas con una estética determinada de música o de ropa, etc., son algunos de estos espacios.
Con respecto a los programas de formación continuada para los profesionales que trabajan con usuarios de drogas y que se enmarcan en el modelo de reducción de los riesgos y daños asociados, podemos citar aquéllos que han adoptado el formato de formación de formadores (Insúa y Moncada, 2000a; 2000b) y aquéllos estructurados como grupos de reflexión puestos en marcha desde dispositivos de atención especializados para los profesionales sanitarios (Mendezona y Grijalvo, 1994; Insúa y Grijalvo, 1999).
Conclusiones
Desde que se acepta el concepto de reducción de riesgos como alternativa a los modelos moralista y médico del uso de sustancias psicoactivas, se ha pasado por distintos estadios. El primero fue la articulación de intervenciones de salud pública para el uso de drogas legales (alcohol, tabaco, psicofármacos) y la dispensación de metadona para los adictos a opiáceos. El segundo, construido sobre las lecciones de salud pública de otras enfermedades infecciosas, se focaliza en las drogas ilícitas y en la importancia de formar a los profesionales sanitarios ("formar a los formadores") y diseñar estrategias específicas para la prevención de la transmisión del VIH entre los usuarios de drogas inyectadas.
Se han señalado los programas y acciones concretas que se enmarcan dentro del constructo "reducción de riesgos y daños asociados al consumo de sustancias", algunos de los cuáles están ampliamente desarrollados, mientras que otros todavía en estados incipientes despiertan recelos entre políticos, sanitarios y población general.
Pensamos que es necesario presentar una oferta plural, jerárquica e integrada de programas de intervención que permita trabajar en los distintos momentos del proceso de cambio de los sujetos y a distintos niveles: individual, grupal, social y político.
Pensamos que es necesario también potenciar la evaluación de estos programas de cara a desarrollar intervenciones eficaces, efectivas y eficientes adaptando los recursos a la demanda y no a la inversa.
Asimismo, deberíamos considerar el giro hacia una perspectiva integrada de salud pública en la convergencia de aproximaciones para drogas lícitas e ilícitas. Esta idea está en relación con la necesidad de hacer hincapié no tanto en los efectos de las sustancias sino en los riesgos asumidos por los sujetos cuando utilizan las sustancias. Así, los riesgos van a ser valorables en términos de cantidad (dosis, frecuencia, potencia de la sustancia, consumo de otras sustancias del mismo grupo, potenciación de efectos, etc.) y en términos de calidad (acceso a la sustancia, vía de administración, cuidados posteriores al consumo, estados subjetivos, policonsumo, etc.) y las intervenciones deben orientarse a disminuir esos riesgos asociados a la conducta de uso, enseñando al sujeto a conocerlos y aportándole la convicción de que puede controlarlos y cambiar su conducta.
Por otro lado, y aunque en la mayoría de los países los programas de reducción de riesgos y daños asociados a la conducta se han desarrollado prioritariamente en torno al consumo de drogas inyectadas, su campo de acción es más amplio y su metodología es aplicable a diversos tipos de riesgos y a distintas patologías (Riley et al., 1999). Existen estudios sobre su aplicación en la dependencia de alcohol (Single, 1997; Thom et al., 1997); la dependencia de tabaco (McNeill y White, 1998) y los trastornos de la alimentación (Grijalvo et al, 2000) y consideramos a esta filosofía de trabajo como el marco conceptual fundamental en el que se deben apoyar las estrategias de intervención futuras en los trastornos mentales.
Coincidimos con Erikson (1999) en que la evolución del paradigma y el éxito de la reducción de riesgos como un concepto unificado depende de sus intervenciones innovadoras y de la cuidadosa evaluación de su efectividad en distintos contextos.
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