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PAPELES DEL PSICÓLOGO
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Papeles del Psicólogo, 1993. Vol. (56).




GUERRA Y SALUD MENTAL

IGNACIO MARTIN-BARÓ

Conferencia pronunciada en San Salvador el 22 de Junio de 1984, en la inauguración de la "I Jornada de la Salud Mental" y publicada en "Estudios Centroamericanos", 1984, nº 429/430, pp. 503-514.

1. Salud mental

En medio de los rigores de una grave guerra civil, cuando se acumulan problemas de desempleo masivo, prolongadas hombrunas, desplazamiento de cientos de miles de personas y hasta la aniquilación de poblaciones enteras, podría parecer una frivolidad el dedicar tiempo y esfuerzo a reflexionar sobre la salud mental. Frente a una «situación límite» como la que se vive en El Salvador, cuando la misma viabilidad y supervivencia históricas de un pueblo están en cuestión, resultaría casi un sarcasmo de aristocracia decadente consagrarse a discutir sobre el bienestar psicológico.

En el fondo de este bienintencionado escrúpulo, late una concepción muy pobre de la salud mental, entendida primero como la ausencia de trastornos psíquicos y después como un buen funcionamiento del organismo humano. Desde esta perspectiva, la salud mental constituiría una característica individual atribuible en principio a aquellas personas que no muestren alteraciones significativas de su pensar, sentir o actuar en los procesos de adaptarse a su medio (ver Braunstein, 1979). Sano y normal será el individuo que no se vea aquejado por accesos paralizantes de angustia, que pueda desarrollar su trabajo cotidiano sin alucinar peligros o imaginar conspiraciones, que atienda a las exigencias de su vida familiar sin maltratar a sus hijos o sin someterse a la tiranía obnubilante del alcohol.

Así entendida la salud mental, es claro de un problema relativamente secundario, y ello en dos sentidos. En primer lugar, porque antes de pensar en la angustia, los delirios o el escapismo convulsivo, cualquier comunidad humana debe pensar en la supervivencia de sus miembros; cuando lo que está en juego es la misma vida, obviamente resulta hasta frívolo hablar sobre la cualidad de esa existencia. Primum vivere, deinde philosophare -antes de filosofar sobre la vida hay que asegurar la vida misma. En segundo lugar, el trastorno mental así entendido sería un problema minoritario, un problema que apenas afectaría a un sector muy reducido de la población. Aún aceptando que los problemas psíquicos aquejan a más personas de las que son hospitalizadas en clínicas psiquiátricas o acuden a las consultas del especialista, con todo habría que reafirmar que la mayoría de la población puede ser catalogada desde esta perspectiva como mentalmente sana y, por tanto, los problemas de salud mental apenas conciernen a unos pocos. Por eso se ha podido decir, y no sin razón, que el trastorno mental es una dolencia que aqueja a los pueblos desarrollados, pero no un problema de quienes nos debatimos con las exigencias más prosaicas y fundamentales del subdesarrollo económico y social.

Frente a esta concepción parcial y superestructural, creo que la salud mental es y debe ser entendida en términos más positivos y amplios. El problema no se cifra o, por lo menos, no exclusivamente, en la utilización del «modelo médico» (ver Szasz 1961; Cooper, 1972), que al parecer ya ni siquiera las principales escuelas de psiquiatría se suscriben en la práctica (ver Smith y Kraft, 1983); el problema radica en una pobre concepción del ser humano, reducido a un organismo individual cuyo funcionamiento podría entenderse en base a sus propias características y rasgos, y no como un ser histórico cuya existencia se elabora y realiza en la telaraña de las relaciones sociales. Si la especificidad de los seres humanos reside menos en su dotación para la vida (es decir, en su organismo) y más en el carácter de la vida que se construye históricamente, la salud mental deja de ser un problema terminal para convertirse en un problema fundante. No se trata de un funcionamiento satisfactorio del individuo; se trata de un carácter básico de las relaciones humanas que define las posibilidades de humanización que se abren para los miembros de cada sociedad y grupo. En términos más directos, la salud mental constituye una dimensión de las relaciones entre las personas y grupos más que un estado individual, aunque esa dimensión se enraíce de manera diferente en el organismo de cada uno de los individuos involucrados en esas relaciones, produciendo diversas manifestaciones («síntomas») y estados («síndromes»).

Ya el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, DSM-III, de la American Psychiatric Association, que algunos consideran el vademécum de quienes trabajan en la salud mental, ha introducido cambios significativos en sus planteamientos taxonómicos respecto a las dos versiones anteriores (APA, 1983). Probablemente el cambio más importante lo constituye el dejar de ver los trastornos como entidades patológicas para considerarlos como configuraciones donde confluyen diversos aspectos de la vida humana; en concreto, el DSM-III señala cinco ejes en base a los cuales se establece un diagnóstico (ver Millon, 1983; Eysenck, Wakefield y Friedman, 1983). Particular interés tiene la incorporación del Eje IV, sobre presiones y tensiones psicosociales, y del Eje V, sobre el grado de adaptación de la persona en su pasado más reciente, a pesar de que a ambos ejes apenas se les asigna un papel complementario para la comprensión de los trastornos. Aunque el DSM-III pretende mantenerse al margen de opciones teóricas y en su redacción se llegó al absurdo de tomar decisiones por mayoría o por conveniencias de las compañías de seguros, supone un reconocimiento, al menos incipiente, de que ni el trastorno ni, por tanto, la salud mental son simplemente diferentes estados orgánicos del individuo, sino que son también formas peculiares de estar en el mundo (Binswanger, 1956/1972) y aún de configurar el mundo.

El avance realizado por el DSM-III, con todo lo que tiene de apreciable, deja todavía mucho que desear, especialmente desde la perspectiva de quienes acceden al campo de la salud mental a través de la Psicología y no de la psiquiatría (ver Eysenck, Wakefield y Friedman, 1983; McLemote y Benjamín, 1979; Schacht y Nathan, 1977; Smith y Kraft, 1983. Como indica uno de los pocos psicólogos que participó en su elaboración, Theodore Millon (1983, pág. 813), falta todavía un reconocimiento más pleno del carácter interdependiente entre comportamiento y medio ambiente y, sobre todo, se echa de menos la incorporación de la dimensión interpersonal como eje articulador de la existencia humana.

Se ha tendido a considerar la salud y el trastorno mentales como las manifestaciones hacía fuera, sanas o insanas, respectivamente, de un funcionamiento propio del individuo, regido en forma esencial si no exclusiva por leyes internas. Por el contrario y como señala Giovanni Jervis (1979, pág. 81), «en lugar de hablar de trastorno mental sería más útil y preciso decir que una persona se ha hallado y/o se halla en una situación social por la que tiene unos problemas que no es capaz de resolver» y que le llevan a actuar de una manera que es reconocida por los demás como impropia. Es evidente que el trastorno o los problemas mentales no son un asunto que incumba únicamente al individuo, sino a las relaciones del individuo con los demás; pero sí ello es así, también la salud mental debe verse como un problema de relaciones sociales, interpersonales e intergrupales, que hará crisis, según los casos, en un individuo o en un grupo familiar, en una institución o en una sociedad entera.

Es importante subrayar que no pretendemos simplificar un problema tan complejo como el de la salud mental negando su enraizamiento personal y, por evitar un reduccionismo individual, incurrir en un reduccionismo social. En última instancia, siempre tenemos que responder a la pregunta de por qué éste si y aquel no. Pero queremos enfatizar lo iluminador que resulta cambiar la óptica y ver la salud o el trastorno mental no desde dentro afuera, sino de afuera dentro; no como la emanación de un funcionamiento individual interno, sino como la materialización en una persona o grupo del carácter humanizador o alienante de un entramado de relaciones históricas (ver también Guinsberg, 1983). Desde esta perspectiva, por ejemplo, bien puede ser que un trastorno psíquico constituya un modo anormal de reaccionar frente a una situación normal; pero bien puede ocurrir también que se trate de una reacción normal frente a una situación anormal.

Las primeras veces que entré en contacto con grupos de campesinos desplazados por la guerra sentí que mucho de su proceder mostraba trazas de delirio paranoide: estaban constantemente alertas, multiplicaban las instancias de vigilancia, no se fiaban de nadie desconocido, sospechaban de todos cuantos se acercaran a ellos, escrutaban los gestos y las palabras en busca de posibles peligros. Y, sin embargo, conocidas las circunstancias por las que habían pasado, los peligros reales que aún les acechaban, así como su indefensión e impotencia para enfrentar cualquier tipo de ataque, uno llegaba pronto a comprender que su comportamiento de hiperdesconfianza y alerta no constituía un delirio persecutorio fruto de sus ansiedades, sino el planteamiento más realista posible dada su situación vital (ver Morán, 1983). Se trataba, sin lugar a dudas, de la reacción más normal que podía esperarse ante las circunstancias que les tocaba enfrentar (para un caso reciente y ver el exterminio, 1984).

Si la salud o el trastorno mental son parte y consecuencia de las relaciones sociales, la pregunta sobre la mental de un pueblo nos lleva a interrogarnos sobre el carácter específico de sus relaciones más comunes y significativas, tanto interpersonales como intergrupales. Esta perspectiva permite apreciar en todo su sentido el impacto que sobre la salud mental de un pueblo pueden tener aquellos acontecimientos que afectan sustancialmente las relaciones humanas, como son las catástrofes naturales, las crisis socioeconómicas o las guerras. Entre estos procesos, es sin duda, la guerra el de efectos más profundos, por lo que tiene de crisis socioeconómica y de catástrofe, humana si no natural, pero también por lo que arrastra de irracional y deshumanizante (ver Spielberger, Sarason y Milgram, 1982).

2. La guerra civil en El Salvador

Han transcurrido ya tres años y medio desde que El Salvador se ha visto embarcado en una guerra civil, no por formalmente negada menos real, ni por su carácter irregular menos destructivo. Los medios de comunicación diariamente nos ofrecen un parte de muertos y heridos en combates o emboscadas, o nos informan sobre la destrucción de puentes o líneas de comunicación, o sobre intensos bombardeos contra montes, campos y poblados. Sabemos que el número de víctimas de esa cara oculta de la guerra que es la represión se acerca y quizá sobrepasa ya a las 50.000 personas, en su mayoría civiles no involucrados directamente en el quehacer bélico, muchos de ellos bárbaramente torturados antes de su ejecución y denigrados como terroristas tras su asesinato o «desaparición». Y ahí está ese millón de salvadoreños, es decir, uno de cada cinco habitantes de este país, que han tenido que abandonar sus hogares buscando preservar sus vidas como desplazados o como refugiados en otros países (Lawyer, 1984; Achaerandio, 1983; Morales, 1983).

A fin de examinar el posible impacto de la guerra en la salud mental de la población salvadoreña, debemos tratar de comprender la guerra misma en lo que tiene de alteración y conformación de las relaciones sociales. Podríamos calificar la guerra con tres términos: violencia, polarización y mentira.

Ante todo, la violencia. Es el dato más inmediato, el más hiriente y, por ello mismo, el más sujeto a la ideologización racionalizadora. La guerra supone una confrontación de intereses sociales que acuden a las armas como recurso para dirimir sus diferencias. Como se ha dicho en varias ocasiones, lo que cuenta ya no es la fuerza de la razón que pueda tener cada contendiente; lo que cuenta es la razón de su fuerza, de su poder militar, de su capacidad de golpear y destruir al contrario. Así, en las relaciones intergrupales la razón es desplazada por la agresión, y el análisis ponderado de los problemas es sustituido por los operativos militares. Los mejores recursos, humanos y materiales, se orientan a la destrucción del enemigo. Y lo más grave de todo es que el recurso a la violencia, que en un momento pudo ofrecerse como alternativa última y provisional, con la prolongación de la guerra se convierte en hábito y en respuesta privilegiada. Está bien comprobado que la utilización de la violencia no es atribuible tanto a pasiones destructivas o a personalidades psicopáticas cuanto a su valor instrumental en una determinada situación para la consecución de lo que se pretende (Sabini, 1978; Martin-Baró, 1983a). Por ello, una sociedad donde se vuelve habitual el uso de la violencia para resolver lo mismo problemas grandes que pequeños, es una sociedad donde las relaciones humanas están larvadas de raíz.

En segundo lugar, la guerra supone una polarización social, es decir, el desquiciamiento de los grupos hacia extremos opuestos. Se produce así una fisura crítica en el marco de la convivencia, que lleva a una diferenciación radical entre «ellos» y «nosotros», según la cual «ellos» son siempre y de antemano «los malos», mientras «nosotros» somos «los buenos». Los rivales se contemplan en un espejo ético, que invierte las mismas características y las mismas valoraciones, hasta el punto de que lo que se los reprocha a «ellos» como defecto se alaba en «nosotros» como virtud (ver Bronfenbrenner, 1961; White, 1966; Martín-Baró, 1980). La polarización supone el exacerbamiento de los intereses sociales discrepantes, y termina arrastrando todos los ámbitos de la existencia: las personas, los hechos y las cosas ya no se miden por lo que son muestras o de ellos y por lo que representan a favor o en contra para la confrontación. Desaparece así la base para la interacción cotidiana; ningún marco de referencia puede ser asumido de antemano como válido para todos, los valores dejan de tener vigencia colectiva, y se pierde incluso la posibilidad de apelar a un «sentido común», ya que son los mismos presupuestos de la convivencia los que se encuentran sometidos a juicio.

Por su propia dinámica, el fenómeno de la polarización social tiende a extenderse a todos los sectores poblacionales. Los núcleos ya polarizados buscan y aún exigen la definición de todos en términos partidistas, de tal modo que no comprometerse con unos es signado como compromiso con los otros, y el no definirse por nadie entraña correr el riesgo de ser tomado como enemigo por ambos. Sin embargo, es muy probable que el proceso de polarización social haya llegado ya a su clímax en El Salvador, a no ser que se produzca una invasión norteamericana; la prolongación de la guerra y el consiguiente cansancio parece llevar cada vez a más personas a una consciente desidentificación con ambos contendientes, lo que no quita para que sientan más simpatías por unos que por otros (Martín-Baró, 1983b). Pero tanto la polarización como la desidentificación resquebrajan los cimientos de la convivencia y entrañan un agotador clima de tensión socioemocional.

La tercera característica de la guerra es la de la mentira. La mentira va desde la corrupción de las instituciones hasta el engaño intencional en el discurso público, pasando por el ambiente de mentira recelosa con el que la mayoría de personas tiende a encubrir sus opiniones y aún sus opciones. Casi sin darnos cuenta nos hemos acostumbrado a que los organismos institucionales sean precisamente lo contrario de lo que les da razón de ser: quienes deben velar por la seguridad son la fuente principal de inseguridad, los encargados de la justicia amparan el abuso y la injusticia, los llamados a orientar y dirigir son los primeros en engañar y manipular. La mentira ha llegado a impregnar de tal manera nuestra existencia, que terminamos por forjarnos un mundo imaginario, cuya única verdad es precisamente que se trata de un mundo falso, y cuyo único sostén es el temor a la realidad, demasiado «subversiva» para soportarla (ver Poirier, 1970). En este ambiente de mentira, desquiciado por la polarización social y sin un terreno para la sensatez y la racionalidad, la violencia se enseñorea de la vida de tal forma que, como dice Friedrich Hacker (1973), llega a pensarse que la violencia es la única solución al problema de la misma violencia.

3. El impacto de la guerra sobre la salud mental

Esta somera caracterización de la guerra salvadoreña nos permite reflexionar sobre su impacto en la salud mental de la población. Y lo primero que hay que afirmar es que, si la salud mental de un grupo humano debe cifrarse primordialmente en el carácter de sus relaciones sociales, la salud mental del pueblo salvadoreño tiene que encontrarse en un estado de grave deterioro, y ello con independencia de si ese deterioro aflora con claridad en síndromes individuales. Como señalábamos antes, al concebir la salud o el trastorno psíquicos desde una perspectiva que va del todo a las partes, de la exterioridad colectiva a la interioridad individual, el trastorno puede situarse a diversos niveles y afectar a distintas entidades: en unos casos será el individuo el trastornado, pero en otros será una familia entera, un determinado grupo y aún toda una organización. Nadie duda hoy que el nacional-sindicalismo de Hitler supuso un grave trastorno a la sociedad alemana, un serio deterioro de su salud mental que se materializó en comportamientos institucionales tan aberrantes como la masacre de millones de judíos. En el más propio de los sentidos, la sociedad nazi era una sociedad trastornada, una sociedad basada en relaciones deshumanizantes, aún cuando ese trastorno no hubiere aflorado en síndromes personales que pudieran ser diagnosticados con el DSM-III.

No estoy afirmando que la sociedad salvadoreña esté enferma; creo que la metáfora médica sería aquí más engañosa todavía que lo que lo ha sido respecto a concepciones tradicionales de salud mental. Lo que estoy afirmando es que las raíces de la convivencia social en El Salvador se encuentran gravemente deterioradas ¿Y cómo no lo iban a estar en un medio donde impera el recurso a la violencia para resolver las diferencias interpersonales e intergrupales, donde el sentido común ha sido sustituido por el sentido partidista, donde la irracionalidad aboga la posibilidad de contactos humanizadores entre sectores distintos e impide el desarrollo de una normalidad cotidiana?

Es conocida la respuesta que dio Freud a quien le interrogó en una oportunidad sobre los rasgos de una persona psíquicamente saludable: alguien que sea capaz de trabajar y de amar. En nuestro país, el problema no está en la innegable capacidad del salvadoreño para trabajar; el problema se cifra en que no hay trabajo. Las tasas reconocidas de desempleo real son del 20 por 100 que, sumadas a ese desempleo de hecho que es el subempleo, alcanzan al 60 por 100 de la población económicamente activa (UNICEF, 1983; El Salvador, 1984). No es ningún juego de palabras afirmar que la principal ocupación de la mayoría de los salvadoreños consiste precisamente en encontrar ocupación, en hallar trabajo y empleo. Ahora bien, el trabajo constituye la fuente básica para el desarrollo de la personalidad humana, el proceso más configurador de la propia identidad, el ámbito fundamental de nuestra realización o fracaso humano (Martín-Baró, 1983a, págs. 183-188). ¿Qué será entonces de aquellos salvadoreños, la mitad de nuestra población que por más que buscan no encuentran trabajo? Y algo similar cabe afirmar respecto a la capacidad de amar. Si de algo ha dado muestras el salvadoreño es de su inmensa capacidad de abnegación, de empatía, de solidaridad. Pero el amor, que en última instancia es unión y entrega mutuas, se encuentra bloqueado por la mentira personal y social, por los esquemas simplistas que dividen el mundo en blanco y negro, por la violencia que corroe las bases del respeto y de la confianza entre las personas y los grupos.

Sin duda, el efecto más deletéreo de la guerra en la salud mental del pueblo salvadoreño hay que buscarlo en el socavamiento de las relaciones sociales, que es el andamiaje donde nos construimos históricamente como personas y como comunidad humana. Aflore o no en trastornos individuales, el deterioro de la convivencia social es ya, en sí mismo, un grave trastorno social, un empeoramiento en nuestra capacidad colectiva de trabajar y amar, de afirmar nuestra peculiar identidad, de decir nuestra palabra personal y comunitaria en la historia de los pueblos. La guerra está de tal manera corroyendo nuestras raíces humanas, que no es impropio cuestionarse, como algunos ya lo han hecho, si no está en peligro la viabilidad histórica de nuestro país (Agonía de un pueblo, 1984); y mal podemos hablar de salud mental de un pueblo incapaz de asegurar su propia supervivencia.

En base a este innegable deterioro colectivo de las relaciones sociales, la guerra está precipitando numerosas crisis y trastornos personales de quienes, por una u otra razón, ya no pueden descifrar adecuadamente la exigencias de su situación vital. Sin embargo, hay que establecer diversas coordenadas de análisis, ya que no se puede asumir que la guerra tenga un efecto uniforme en toda la población. Creo yo que las coordenadas principales son tres: la clase social, el involucramiento en el conflicto y la temporalidad.

Ante todo, la clase social. La guerra no afecta de la misma manera a los diversos sectores que componen nuestra sociedad, ni directa ni indirectamente. Quienes día tras día mueren en los frentes de batalla pertenecen en su gran mayoría a los sectores más humildes de nuestra sociedad, en donde se alimenta discriminatoriamente la leva militar. Son también los sectores más pobres, sobre todo campesinos, los que sufren el impacto directo del quehacer bélico, que destruye sus viviendas y arrasa sus mapas, como son ellos los más afectados por los mecanismos de la represión, el accionar de los «escuadrones de la muerte» o los operativos militares de todo tipo. Y, de nuevo, son los sectores bajos los más brutalmente golpeados por el alza en el costo de la vida, por el creciente desempleo y por el empeoramiento en la asistencia sanitaria, deterioros que se suman a una situación socioeconómica ya muy crítica.

Esto no significa que los sectores medios o altos de la sociedad no reciban el impacto de la guerra. Aunque en grados cuantitativa y cualitativamente mucho menores, también a ellos les ha golpeado la represión, el asesinato, el secuestro, el deterioro de las condiciones de vida, el sabotaje a la economía o el hostigamiento de los controles y cateos policiales. Con todo, yo diría que la consecuencia más dolorosa de la guerra para los sectores dominantes de la sociedad ha sido el cuestionamiento radical que han sentido hacia su posición social y hacia su esquema de vida. El levantamiento pacífico primero y armado después de las masas ha socavado los fundamentos mismos del sistema social, haciendo temer a sus principales beneficiarios la pérdida de su estilo de vida, construido a espaldas y aún sobre las espaldas de la miseria de las mayorías. Este cuestionamiento radical desencadenó al principio una gran angustia y luego, superados los momentos de inicial desconcierto, una agresiva negación de la realidad. En algunos casos, esta negativa se ha convertido en el motor de un activismo violento; en otros muchos, la reacción se ha caracterizado por una insaciable bulimia de placer que ha llevado a las personas a construirse castillos artificiales para su diversión. Ya hace años Karl Jaspers (1946/1955, pág. 819) aludía a este sintomático comportamiento como «una enorme manía de disfrute y una desenfrenada pasión por vivir la vida en el instante.»

La segunda variable importante para analizar las consecuencias diferenciales de la guerra en la salud mental de la población es el involucramiento de los grupos y personas en la guerra misma. Sin duda, las consecuencias del conflicto bélico no han sido hasta ahora las mismas para los habitantes de departamentos como Chalatenango y Morazán que para los habitantes de Ahuachapán o Sonsonate. En unos casos, es difícil encontrar una persona que no haya sido directamente afectada por el accionar bélico, mientras que en otros las poblaciones se han visto relativamente libre de combates. Pero conviene también diferenciar los posibles efectos entre aquellos que han participado en los combates y quienes han sufrido la guerra como civiles. Existe un amplio conocimiento sobre los efectos que la situación de tensión y peligro experimentada en el frente de batalla puede producir en el soldado, y que primero fue calificada como «neurosis de guerra», después como «cansancio de combate» y, finalmente, como «reacción al stress» (Spielberger, Sarason y Milgram, 1982; Watson, 1978). Son también conocidos los problemas que enfrenta el soldado para readaptarse a la vida normal, en especial cuando la guerra lo ha dejado lisiado o disminuido de por vida. Todo ello afecta la salud mental no sólo de los soldados mismos, sino de sus familiares y vecinos, ya que a todos tocará la tarea de rehacer el entramado de la existencia con estos eslabones deteriorados.

Los efectos sobre la población civil no por distintos son menos importantes. La experiencia de vulnerabilidad y de peligro, de indefensión y de terror, puede marcar en profundidad el psiquismo de las personas, en particular de los niños. El espectáculo de violaciones o torturas, de asesinatos o ejecuciones masivas, de bombardeos y arrasamiento de poblados enteros es casi por necesidad traumatizante. Como decíamos antes, reaccionar ante hechos así con angustia incontenible o con alguna forma de autismo tiene que ser considerado como una reacción normal ante circunstancias anormales, quizá como el último camino que le queda a la persona para aferrarse a la vida y soportar un nudo de relaciones sociales tan asfixiante. Con razón afirma Jervis (1977, pág. 152) que «en no pocas ocasiones un cierto grado de malestar psicológico y una cierta 'dosis' permanente de síntomas psiquiátricos son la expresión del máximo de salud mental y de bienestar alcanzables en una determinada situación de esclerosis de las relaciones humanas, de extremas dificultades materiales, de desdichas, de soledad y de marginación social».

El prototipo de la población civil afectada por la guerra lo constituyen los grupos de desplazados y refugiados, en su mayoría ancianos, mujeres y niños (ver Lawyer, 1984). Ellos han tenido que salir de sus hogares, muchas veces arrasados, tomando una decisión siempre difícil que los aleja de sus raíces, de sus muertos y quizá de sus parientes en la montaña; en no pocas ocasiones, la huida o «guinda» se realiza en condiciones deplorables, caminando por las noches y escondiéndose como alimañas durante el día para evitar ser masacrados, a veces por una, dos y hasta cuatro semanas, sin agua ni alimento, conteniendo el llanto de los niños y dejando por el camino un reguero mortal de quienes se pierden o desfallecen para siempre. Tras la huida, el desplazado tiene que enfrentar la vida fuera de su ambiente, sin recursos de ningún tipo, a veces hacinado en asentamientos donde el alimento recibido termina generando dependencia y la falta de un trabajo autónomo puede desembocar en abulia y pasividad. Ciertamente, no todos los desplazados y refugiados pasan por circunstancias tan trágicas; pero es difícil pensar que la experiencia del desplazamiento no dejará huella alguna en el psiquismo de las personas, en particular de las más débiles o inmaduras (Cohon, 1981). Y no podemos ignorar que son ya un millón de salvadoreños los afectados por esta condición.

La tercera variable para analizar los efectos de la guerra en la salud mental de los salvadoreños es la temporalidad. En términos sencillos, unos son los efectos inmediatos y otros los que se pueden esperar a mediano y largo plazo. Por supuesto, en la medida en que la guerra se prolongue -y, hoy por hoy, no tiene visos de terminarlos efectos inmediatos serán más profundos. El agravamiento de las condiciones materiales de vida, persistencia de un clima de inseguridad y en muchos casos de terror, el tener que construir la existencia sobre la base de la violencia, las referencias polarizadas o ambiguas, la conciencia de falsedad o el temor a la propia verdad, terminan por quebrar resistencias o por propiciar adaptaciones que, en el mejor de los casos, revelan una anormal normalidad, amasada de vínculos enajenadores y despersonalizantes.

Aún cuando la guerra encontrara un pronto término, debemos pensar en aquellas consecuencias para la salud mental que sólo se revelan a largo plazo. Es sabido, por ejemplo, que el llamado «síndrome del refugiados tiene un primer periodo de incubación, en el cual la persona no manifiesta mayores trastornos pero que es precisamente cuando empieza a rehacer su vida y su normalidad cuando la experiencia bélica pasa su factura crítica (Stein, 1981; ver también COLAT, 1982). Con todo, el grupo que más debe reclamar nuestra atención es el de los niños, aquellos que se encuentran construyendo su identidad y su horizonte de vida en el tejido de nuestras relaciones sociales actuales. Ellos son verdaderos «hijos de la guerra» y a nosotros nos corresponde la difícil tarea de cuidar que no estructuren su personalidad mediante el aprendizaje de la violencia, de la irracionalidad y de la mentira.

Aunque parezca paradójico, no todos los efectos de la guerra son negativos. Repetidas veces se ha podido verificar que los períodos de crisis social desencadenan reacciones favorables en ciertos sectores de la población; enfrentados a «situaciones límite», hay quienes sacan a relucir recursos de los que ni ellos mismos eran conscientes o se replantean su existencia de cara a un horizonte nuevo, más realista y humanizador. Durante la crisis social de 1968 en Francia, o tras el terremoto de 1972 en Nicaragua, psiquiatras y psicólogos observaron un significativo descenso tanto en la demanda de sus servicios como en las crisis de algunos de sus clientes habituales. Viktor Frankl, fundador de la llamada «Tercera Escuela de Viena», quien pasó por la experiencia de los campos de concentración nazis, en los que perdió a toda su familia, ha desarrollado con su logoterapia esa profunda intuición de Nietzsche de que «cuando hay un porqué para vivir no importa casi cualquier cómo» (Frankl, 1946/1980, pág. 78; ver también Frankl, 1950; 1955).

Sabemos de no pocos salvadoreños a los que el cataclismo de la guerra les ha llevado a enfrentarse con el sentido de su propia existencia y a cambiar su horizonte vital. Es indudable también que a muchos campesinos y marginados por el sistema social esta crisis les ha ofrecido la oportunidad de romper las amarras de su enajenamiento sumiso, de su fatalismo y dependencia existencial, aunque la liberación de la servidumbre impuesta y mantenida con violencia les haya exhibido el recurso a la violencia (Fanon, 1963). Es esencial, por tanto, que al analizar los efectos de la guerra no sólo prestemos atención a las consecuencias nocivas para la salud mental, sino también a aquellos recursos y opciones nuevas que hayan podido aflorar frente a la situación límite.

4. Salud mental para un pueblo

Esta última observación nos introduce en la pregunta crucial que nos reúne hoy: ¿qué debemos hacer nosotros, profesionales de la salud mental, frente a la situación actual que confronta nuestro pueblo? ¿Cómo empezar a responder a los graves interrogantes que nos plantea la guerra cuando quizá no hemos podido siquiera ofrecer una respuesta adecuada en tiempos de paz? Sin duda, nos encontramos ante un reto histórico y mal haríamos negándolo, diluyéndolo en fórmulas prefabricadas o trivializándolo en el esquema de nuestro quehacer rutinario. No contamos con soluciones hechas; pero la reflexión realizada nos permite ofrecer algunas vías a través de las cuales puede encauzarse nuestra actividad profesional. En primer fugar, pienso yo que debemos buscar o elaborar modelos adecuados para captar y enfrentar la peculiaridad de nuestros problemas. Eso nos exige conocer más de cerca nuestra realidad, la realidad dolorida de nuestro pueblo, que es mucho más pluriforme de lo que asumen nuestros esquemas de trabajo usuales. No se trata de plantear aquí un ingenuo nacionalismo psicológico, como si los salvadoreños no fuéramos humanos o como si tuviéramos que añadir una nueva teoría de la personalidad a las muchas ya existentes. De lo que se trata es de volver nuestra mirada científica, es decir, iluminada teóricamente y dirigida en forma sistemática, hacia esa realidad concreta que es el hombre y la mujer salvadoreños, en el entramado histórico de sus relaciones sociales. Ello nos obliga, por un lado, a examinar nuestros presupuestos teóricos, no tanto desde su racionalidad intrínseca, cuanto desde su racionalidad histórica, es decir, de sí sirven y son realmente eficaces en el aquí y ahora. Pero, por otro lado, ello nos obliga a deshacernos del velo de la mentira en el que nos movemos y a mirar la verdad de nuestra existencia social sin las andaderas ideológicas del quehacer rutinario o de la inercia profesional.

Conversando en una oportunidad con Salvatore R. Maddi, profesor de la Universidad de Chicago, recuerdo haberle oído afirmar que, en última instancia, la fuente «curativa» de cualquier método psicoterapéutico se cifra en su dosis de ruptura con la cultura imperante, En ello habría radicado, por ejemplo, el valor del psicoanálisis freudiano cuando escandalizó al puritanismo europeo de comienzos de siglo, o lo mejor de la «no directividad» rogeriana frente a la unidimensionalidad del norteamericano de post-guerra. Quizá eso es lo que faltaría a los métodos psicoterapéuticos actuales, incluidos el psicoanálisis y la psicoterapia «centrada en el cliente:» una dosis de ruptura con el sistema imperante. Pero esta intuición nos remite, de nuevo, al hecho de que la salud mental no está tanto en el funcionamiento abstracto de un organismo individual cuanto en el carácter de las relaciones individual cuanto en el carácter de las relaciones sociales donde se asientan, construyen y desarrollan las vías de cada persona. Por ello, debemos esforzarnos por buscar aquellos modelos teóricos y aquellos métodos de intervención que nos permitan como comunidad y como personas, romper con esa cultura de nuestras relaciones sociales viciadas y sustituirlas por otras relaciones más humanizadoras.

Si la base de la salud mental de un pueblo se encuentra en la existencia de unas relaciones humanizadoras, de unos vínculos colectivos en los cuales y a través de los cuales se afirme la humanidad personal de cada cual y no se niegue la realidad de nadie, entonces la construcción de una sociedad nueva o, por lo menos, mejor y más justa, no es sólo un problema económico y político; es también y por principio un problema de salud mental. No se puede separar la salud mental del orden social, y ello por la propia naturaleza del objeto de nuestro quehacer profesional. En este sentido, creo que hay una tarea urgentísima de educación para la salud mental, y que consiste no tanto en enseñar técnicas de relajamiento o formas nuevas de comunicación, por importantes que estos objetivos puedan ser, cuanto en formar y socializar para que los deseos de los salvadoreños se ajusten en verdad a sus necesidades. Esto significa que nuestras aspiraciones subjetivas, grupales e individuales, se orienten a la satisfacción de nuestras verdaderas necesidades, es decir, de aquellas exigencias que conducen por el camino de nuestra humanización, y no de aquéllas que nos atan al consumo compulsivo en detrimento de muchos y la deshumanización de todos. Esta sería quizá la mejor psicoterapia para los efectos de la guerra y, ciertamente, la mejor psicohigiene para la construcción de nuestro futuro. Porque de eso se trata en definitiva: de contribuir con nuestro saber profesional a la construcción de un nuevo futuro. La situación de guerra en que vivimos desde hace casi cuatro años ha hecho aflorar lo peor y lo mejor de los salvadoreños. La guerra sigue carcomiendo nuestras raíces, materiales y sociales, y amenaza nuestra propia subsistencia como pueblo. Decir al final como Freud (1930/1970, pág. 88) que ojalá «el eterno Eros despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha» a su no menos inmortal adversario, Thanatos, sería participar paladinamente de su pesimismo y resignarnos a la muerte. Y, en medio de la destrucción, el pueblo salvadoreño ha sembrado suficientes semillas de vida como para confiar en la posibilidad de un mañana. Recojamos esas semillas para cultivar la planta de la salud mental. Que no se pueda decir que, mientras los hombres viven su vida hacia adelante, nosotros, profesionales de la salud mental; nos conformamos con recorrerla hacia atrás. Habrá mentes sanas, libres y creativas en nuestro país en la medida en que gocemos de un cuerpo social libre, dinámico, justo. Por ello, el reto no se limita a atender los destrozos y trastornos ocasionados por la guerra; el reto se cifra en construir un hombre nuevo en una sociedad nueva.

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