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Papeles del Psicólogo es una revista científico-profesional, cuyo objetivo es publicar revisiones, meta-análisis, soluciones, descubrimientos, guías, experiencias y métodos de utilidad para abordar problemas y cuestiones que surgen en la práctica profesional de cualquier área de la Psicología. Se ofrece también como foro para contrastar opiniones y fomentar el debate sobre enfoques o cuestiones que suscitan controversia.

PAPELES DEL PSICÓLOGO
  • Director: Serafín Lemos Giráldez
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Papeles del Psicólogo, 1986. Vol. (24).




LA LUCHA CONTRA LA OFERTA DE DROGAS ILEGALES

JOSÉ JIMÉNEZ VILLAREJO.

Fiscal especial para la prevención y represión del tráfico ilegal de drogas.

El afrontamiento del problema de la droga -de su consumo abusivo y generalizado- es impensable sin una actuación pública dirigida a frenar y disminuir su oferta, es decir, su producción y tráfico. Aunque la mera existencia de la oferta es insuficiente para explicar el fenómeno en sus actuales dimensiones y aunque seamos conscientes de la inevitable limitación de la eficacia de una lucha planteada sustancialmente en términos policiales, judiciales y legales, es evidente que no podemos encararnos al problema, con medianas posibilidades de éxito, si no procuramos reducir de modo significativo la creciente masa de drogas que se encuentra al alcance de sus potenciales o reales consumidores.

Esta lucha contra la oferta se ha de plantear simultáneamente en los dos niveles de actuación que acaban de ser aludidos: el de la producción y el del tráfico, unificados a los efectos de su tratamiento jurídico-penal en el A. 344 del Código Penal español.

La producción de las drogas ilegales -sea de las materias primas, sea de los productos ya elaborados- no parece ser, por ahora, en nuestro país un tema excesivamente preocupante, pero ello no significa que España pueda desinteresarse de esta dimensión del problema. El ritmo ascendente de la producción de materias primas es, en gran parte, una consecuencia de la división del mundo en países ricos y pobres y del consiguiente subdesarrollo de estos últimos, de suerte que la progresiva superación de tal estado de cosas debe ser considerado presupuesto indispensable de toda política de prevención que pretenda llegar hasta las últimas causas. Desde este punto de vista, hay que decir que los países occidentales que soportan el problema creado por la difusión de las sustancias estupefacientes -entre ellos el nuestro- no pueden dejar de estar muy presentes en todo programa de ayuda al tercer Mundo y, muy particularmente, en los programas encaminados a la sustitución de cultivos en aquellos países en que la producción de la adormidera, la coca o el cáñamo amenazan con "narcotizar" sus desmedradas economías.

Por lo que se refiere al tráfico de drogas ilegales, la incidencia en su oferta, para procurar que la misma se contraiga, tiene que buscarse, de una parte, a través de una adecuada legislación punitiva y, de otra, mediante una estrecha colaboración entre las policías y las magistraturas de todos los Estados interesados.

La adecuación de la legislación penal a la gravedad de la situación, esto es, a la profundidad de los daños que el consumo de determinadas drogas está causando en la salud física y moral de las personas y en el orden social y económico de las colectividades, no debe ser confundida con una respuesta indiscriminada e ilimitadamente represiva. En éste como en cualquier otro capítulo del Derecho Penal, deben ser principios inspiradores, entre otros, la proporcionalidad, la utilidad y el principio de mínima intervención. A un fenómeno como el que estamos considerando debe oponerse ciertamente un sistema jurídico-penal de severidad suficientemente disuasoria, pero no una legislación determinada por el pánico u otro estímulo puramente emocional.

El A. 344 del Código Penal español, en su redacción actualmente vigente, parece estar necesitado de algunas reformas aunque, en líneas generales, debe estimarse correcto su tratamiento sancionador de las conductas constitutivas de tráfico de estupefacientes y sustancias psicoterapéuticas. Así, por ejemplo, merece una positiva valoración pese a ser éste uno de los puntos en que frecuentemente se centran las críticas del precepto que se penalice la producción, fabricación y tráfico de drogas pero no el consumo ni la posesión que al consumo estuviese destinada, que se prevean penas de distinta gravedad para los actos de producción y tráfico de drogas según la gravedad del daño que las mismas puedan producir en la salud y, asimismo, que se tipifiquen determinadas circunstancias susceptibles de provocar una específica y cualificada agravación de la responsabilidad penal de los traficantes: difundir la droga entre menores o en establecimientos docentes, unidades militares y centros penitenciarios, pertenecer a una organización dedicada al tráfico y poseer, con esta finalidad, una cantidad de droga que deba ser considerada de notoria importancia.

No tan favorable, por el contrario, es el juicio que cabe formular sobre la gravedad de las penas conminadas para los delitos descritos en el A. 344. La reforma del Código Penal realizada por la Ley Orgánica de 25 de junio de 1983 los incluyó en su proyecto global de humanización, de suerte que, pese a constituir en ese momento un sector de la criminalidad en fase de crecimiento, la amenaza penal que sobre ellos pesaba quedó significativamente suavizada. Aunque no sea legítimo sobrevalorar la influencia de la ley penal en la evolución de un fenómeno social tan complejo y multicausal como la delincuencia, es evidente que este aspecto de la reforma no puede ser calificada como oportuno. Hoy, como es sabido por públicamente anunciado, se encuentra en estudio un nuevo endurecimiento de las penas aplicables a productores y traficantes de drogas. La medida sería de todo punto aconsejable siempre que -como puede razonablemente esperarse- nuestros legisladores no cedan a ciertas presiones a cuyo tenor nuestro sistema jurídico-penal debería situarse, en este campo, al mismo nivel de dureza que los más duramente represivos.

Por último, hay que hacer referencia a la urgente necesidad de profundizar e intensificar la colaboración internacional en la lucha contra la oferta de drogas. La colaboración existe ya, sin duda, pero puede y debe perfeccionarse no sólo en la esfera policial sino también en la judicial. Y ello no sólo porque se trata de una criminalidad que afecta prácticamente a todos los países, sino porque, en sí misma, es una criminalidad internacional en que las distintas fases del "iter criminis" se desarrollan en distintas naciones y en que los delincuentes más activos y peligrosos se amparan en estructuras jurídicas y financieras trasnacionales. En razón de esto último, ha de decirse que la colaboración entre las instituciones de los diversos Estados en la desarticulación de las redes de tráfico no puede limitarse -aún sin desconocer su primaria importancia- al intercambio de información sobre los movimientos de los traficantes sino que debe extenderse a los movimientos del dinero en que el tráfico se materializa. Frente a una cierta retórica de "guerra a la droga" -de origen e intencionalidad nada claros, por otra parte- que postula algo parecido a la "militarización" de esta lucha e incluso sugiere la larvada conexión del fenómeno con la tensión entre los bloques que protagonizan dialécticamente la vida internacional, hay que oponer la obvia observación de que el tráfico de drogas es una delincuencia que tiene su origen más claro en el afán de fuero de sus beneficiarios y que se realiza a través de los canales que ofrece la banca internacional, una delincuencia que hay que combatir en consecuencia, internacionalmente por supuesto, en sus bases e instrumentos económicos.

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